Mientras el utilizar conceptos tan normales y nobles
como «República» y «republicano» hagan ponerse en
guardia a sectores de la sociedad ávidos de
enfrentamientos pasados; mientras las palabras
«República» y «republicano» generen miedo en una
sociedad sufridora de una guerra civil, y mientras
socialmente se asocien los conceptos «República» y
«republicano» en exclusiva a una tendencia idelógica
peyorativamente representada con el término «rojo», será
todo ello síntoma inequívoco de que la verdadera
transición democrática aún no ha concluido.
En fechas de conmemoración y recuerdo de lo que fue y
significó hace setenta y cuatro años la proclamación de
la II República española, puede palparse en la sociedad
que la transición democrática iniciada después de la
muerte del dictador, no ha concluido. No porque aún
nuestra forma de Gobierno no sea una República, ni
porque aún conservemos una Jefatura del Estado heredada
de un régimen dictatorial, sino porque la historia que
las españolas y españoles hemos escrito, imposibilitó
legalmente, y aún imposibilita mediáticamente y
culturalmente, que hablar de «República» sea tan normal,
digno y respetable como lo sería hacerlo en cualquiera
de nuestros países limítrofes.
No sería de buen republicano dejar de reconocer los
avances que esta transición democrática ha traído en
materia de libertad e igualdad, pero tampoco sería de
buen republicano dejar de responsabilizar a las
organizaciones políticas protagonistas de la transición
por su contribución a defenestrar y devaluar el concepto
«republicano» hasta mínimos que hoy pueden percibirse en
la sociedad. Organizaciones políticas como la que hoy en
día preside nuestro Gobierno central, autonómico y local
contribuyeron con actitud permisiva a consentir que en
las primeras elecciones democráticas no fueran
legalizados partidos con nomenclatura republicana, en
unos comicios a los que sin embargo pudieron presentarse
organizaciones totalitarias.
Izquierda Republicana, organización de Manuel Azaña,
pero también de asturianos como el tinetense José
Maldonado (último presidente de la República en el
exilio) o el gijonés Antonio Ortega (profesor, escritor
y político), fue uno de estos casos, procediéndose a su
legalización al cabo de cinco meses de los comicios. Y
eso que esta formación, al igual que otros partidos
netamente republicanos, venían avalados por una actitud
moderada, viéndose encajonados en una República
polarizada por una derecha dispuesta a combatir todas
las reformas y una izquierda presionante para que los
cambios se hicieran más rápidos de lo que el contexto
permitía.
En el aniversario de la proclamación de la II
República, año tras año se vienen celebrando eventos que
centran sus actos en homenajes póstumos y
concentraciones a favor de una República. Respecto al
primero, de bien nacidos es que los republicanos
acudamos a actos donde honrar a aquellas personas que
con su vida dieron ejemplo de lucha por valores tan
nobles como la igualdad, libertad y fraternidad. El
segundo sorprende a una sociedad que desde las aceras
mira con pasividad y anacronismo lo que allí está
ocurriendo.
Los republicanos debemos acordarnos del pasado, pero
no mirarlo con la nostalgia de lo que pudo haber sido y
no fue. Debemos acudir a los cementerios para, como dijo
Manuel Azaña en el último discurso en vida, pronunciado
desde el Ayuntamiento de Barcelona en 1938, «escuchar la
lección de los muertos (...), unos muertos que ya no
tienen odio, ya no tienen rencor y nos envían (...) un
mensaje (...) de (... )paz».
Los republicanos debemos superar acciones puntuales
de ondear de banderas que hacen de un nuevo advenimiento
de la República el objetivo de su ser; no olvidemos que
cualquier torpeza «real» puede conseguir ese objetivo, y
esa no es la República que queremos.
Debemos partir de lo que somos, de la sociedad que
tenemos, y aceptar la historia como fue y como se
escribió. Como republicanos debemos aplicarnos en el día
a día de lo que ocurre en la sociedad de nuestros
pueblos y ciudades. Debemos hacernos un hueco social y
político donde infundir los valores republicanos de una
sociedad más justa e igualitaria, elevando el nivel
político, reducido a un juego de descalificaciones y
engaños al electorado asumido como normal. Trabajo éste
que, en una sociedad en la que el republicanismo, salvo
excepciones, está condenado al ostracismo político y
mediático, será arduo, y en la mayoría de las ocasiones
desmoralizante.
A España, y a Gijón en particular, les avalan una
historia de partidos netamente republicanos, partícipes
de la vida pública, aun no siendo la República su forma
de Gobierno. De nuestra constancia en el día a día
dependerá hacer una sociedad políticamente más culta,
que con el paso del tiempo necesario, verá la República
como la forma de Gobierno más democrática y justa.
Salud y República.
José Miguel Bernardo Rodríguez es integrante de la
Federación Republicana de Asturias-Izquierda
Republicana.