Apuntes Republicanos (I)
FRANCISCO PALACIOS
Se cumplen ahora los
setenta y cinco años de la proclamación de la II República
Española. Una República precedida de una dictadura de siete
años y vencida en una guerra civil que dio paso a otra
dictadura más larga e implacable. Por eso la asociación entre
República y guerra resulta inevitable, con toda la carga
emocional que ello comporta, a pesar del tiempo transcurrido.
A la muerte de Franco, se optó en España por la vía de las
reformas políticas. Se evitó una brusca ruptura por razones
prágmáticas y de prudencia política. (El golpe fallido del
23-F -y los que posteriormente se maquinaron- es un buen
ejemplo de la inestable correlación de fuerzas en que se
desenvolvía la amenazada democracia española).
Se recurrió al pactismo para desmantelar la dictadura y
encaminar las instituciones hacia un tipo de democracia
homologable a las que imperaban en la Europa capitalista. En
la Europa del Mercado Común. Se estableció constitucionalmente
la Monarquía parlamentaria como forma política del Estado.
Quedaban atrás los ecos de aquel eslogan tan coreado en las
manifestaciones: «España, mañana, será republicana». Incluso
el Partido Comunista de España, liderado entonces por Santiago
Carrillo, aceptaba la bandera roja y gualda para no entorpecer
el pactado proceso de transición. «Ahora es la bandera de
todos los españoles, camaradas», proclamaba enfáticamente
Carrillo, cuando otros grupos comunistas ondeaban desafiantes
la bandera tricolor republicana en aquellos mítines
multitudinarios de finales de los setenta. Sin embargo, más
allá de los pactos y de los símbolos, las efemérides
republicanas han tomado esta vez una clara deriva
revisionista. El presidente del Gobierno de España, José Luis
Rodríguez Zapatero, no sólo hizo días pasados en el Senado una
encendida apología de la II República, sino que le confirió
una legitimidad todavía vigente. Dijo que, gracias a las
políticas de su Gobierno, «muchos de los objetivos, de las
grandes aspiraciones y de las conquistas de II República están
hoy en plena vigencia».
El Presidente aventura así una imposible traslación mecánica,
o nostálgica, desde la visión cristalizada de unos tiempos que
nada tienen que ver con los actuales. La II República nació en
el contexto de una Europa desgarrada por regímenes
totalitarios, con democracias constitucionales débiles
y acorraladas. En esos años convulsos y prebélicos transcurrió
la azarosa aventura de la II República: con sus logros, sus
esperanzas, sus contradicciones, sus desgarros, sus luchas
internas. Para Francisco de Ayala, «la República fue un
proyecto, no pasó de ser un proyecto que tuvo su inicio y nada
más» . Un proyecto truncado. Lejos del régimen idealizado y
ejemplar que ahora se intenta exhibir desde determinados
ámbitos. Así, en una extraña pirueta histórica, Rodríguez
Zapatero quiere presentar la España de hoy como una
culminación de aquella República cristalizada. Por una parte,
se trata de aplicar recetas republicanas a la realidad
política presente. Por ejemplo, el Presidente destaca las
palabras pronunciadas por Azaña, al cumplirse los dos años de
iniciada la guerra civil: «paz, piedad y perdón». ¿Se quiere
justificar así el llamado «proceso de paz» en marcha?
De otra parte, uno tiene también la impresión de que se
aprovecha la conmemoración republicana para borrar cualquier
vestigio que pueda revelar que nuestra democracia
parlamentaria ha surgido precisamente de la transformación
legal del régimen franquista. De sus propias entrañas. Para
bien o para mal, ése es otro asunto, pero la realidad es que
se eligió esa vía como la posible en aquellos momentos. Pero
con frecuencia se utiliza la historia con fines políticos,
entonces la memoria y el olvido se convierten en el haz y el
envés de una misma conciencia sectaria y excluyente.
Llevando el revisionismo histórico hasta sus últimas
consecuencias, y con el propósito de que no se confundan la
legalidad republicana y el golpe de Estado franquista, desde
cierta plataforma cívica se exige que las «instituciones de la
actual democracia española rompan de manera definitiva los
lazos que la siguen uniendo -desde los callejeros de los
municipios hasta los contenidos de los libros de texto- con un
Estado ilegítimo, que surgió de una agresión feroz contra sus
propios ciudadanos y se sostuvo en el poder durante treinta y
siete años mediante el abuso sistemático e indiscriminado de
los siniestros recursos que caracterizan la pervivencia de los
regímenes totalitarios». Hace casi medio siglo (junio de 1956)
que desde el Partido Comunista de España (PCE) se defendía la
«reconciliación nacional», argumentándose que «en el campo
republicano eran cada vez más numerosas e influyentes las
opiniones de los que estiman que hay que enterar los odios y
rencores de la guerra civil, porque el ánimo de desquite no es
un sentimiento constructivo. Un estado de espíritu favorable a
la reconciliación nacional de los españoles va ganando a las
fuerzas político-sociales que lucharon en campos adversos
durante la guerra civil».
Asimismo, el PCE declaraba solemnemente «estar dispuesto a
contribuir sin reservas a la reconciliación nacional de los
españoles, a terminar con la división abierta por la guerra
civil y mantenida por el general Franco. Una política de
azuzamiento de rencores puede hacerla Franco, y en ello está
interesado, pero no las fuerzas democráticas españolas. Existe
en todas las capas sociales de nuestro país el deseo de
terminar con la artificiosa división de los españoles en
«rojos» y «nacionales», para sentirse ciudadanos de España,
respetados en sus derechos, garantizados en su vida y
libertad, aportando al acervo nacional su esfuerzo y sus
conocimientos».
En definitiva, la política y la historia suelen odiarse
cordialmente.
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