Apuntes Republicanos (II)
FRANCISCO PALACIOS
Los quince meses que
transcurrieron entre el final de la dictadura de Primo de
Rivera y la proclamación de la II República fue una etapa
realmente vertiginosa. Uno de esos períodos históricos en los
que la sucesión de «cronologías calientes» predecía un
indefectible cambio de régimen. Todo anunciaba el final de una
etapa y el alumbramiento de nuevos tiempos. La monarquía
estaba desacreditada y los viejos partidos monárquicos rotos y
desprestigiados, mientras que los grupos no monárquicos
(fundamentalmente republicanos, socialistas, nacionalistas) se
habían venido organizando y fortaleciendo desde años antes la
dictadura primorriverista.
En tales circunstancias, los gobiernos de transición
presididos por el general Dámaso Berenguer y el almirante Juan
Bautista Aznar fueron incapaces de encauzar, sin apenas
apoyos, una situación endiabladamente compleja y difícil.
En las elecciones municipales celebradas el 12 de abril de
1931 los republicanos vencieron en la gran parte de las
capitales de provincia y en núcleos urbanos importantes,
aunque la mayoría de concejales correspondía a las
candidaturas monárquicas (en este aspecto las cifras son muy
dispares y difíciles de precisar).
Conocido el resultado de las elecciones, las instituciones
tienen dos opciones inmediatas y urgentísimas. Las dos
desesperadas. La primera es la resistencia, para lo que habría
sido necesario constituir un ministerio de fuerza en defensa
del orden monárquico. Era la postura de algunos conservadores,
como Juan de la Cierva: «Hay que resistir con el Ejército». La
otra alternativa era la negociación. A tal fin, el conde de
Romanones, todavía ministro de Estado, en nombre del rey, se
reunió con el presidente del comité revolucionario, Niceto
Alcalá Zamora, para que éste garantizara la salida pacifica de
la familia real.
En cualquier caso, el propio Gobierno nada había hecho para
defender la continuidad de la monarquía. Como ejemplo de ese
derrotismo, el presidente del Gobierno, el almirante Juan
Bautista Aznar, declaraba a los periodistas: «España se ha
acostado monárquica y se ha levantado republicana». Desde las
filas republicanas, Alejandro Lerroux manifestaba que la
«monarquía se hundió sola, no la derribó nadie. Lo que hicimos
los republicanos fue poner en su lugar, ya vacío, la
República». Casi al mismo tiempo se hicieron públicos dos
comunicados de signo opuesto. Los protagonistas eran
arrastrados definitivamente por los acontecimientos en aquella
hora crucial para el inmediato futuro político de España.
Alfonso XIII anuncia al país que «las elecciones celebradas el
domingo me revelan claramente que no tengo el amor de mi
pueblo
»Soy el rey de todos los españoles y también un español.
Hallaría medios sobrados para mantener mis regias
prerrogativas, en eficaz forcejeo con quienes las combaten.
»Pero, resueltamente, quiero apartarme de cuanto sea lanzar a
un compatriota contra otro en fratricida guerra civil. No
renuncio a ninguno de mis derechos porque más que míos, son
depósito acumulado por la Historia.Mientras habla la nación
española suspendo deliberadamente el ejercicio del poder real
y me aparto de España, reconociéndola así como única señora
de sus destinos».
En la tarde del 14 de abril de 1931, Alfonso XIII salía en
automóvil para Cartagena, donde embarcó rumbo a Marsella en un
buque de guerra. Por su parte, ocho miembros del Gobierno
provisional de la República facilitaban a la prensa una nota
oficiosa que, entre otras cosas, decía que «los representantes
de las fuerzas republicanas y socialistas, coaligadas en una
acción conjunta, sienten la ineludible necesidad de dirigirse
a España para subrayar ante ella la trascendencia histórica de
la jornada del domingo 12 de abril. Jamás se ha dado en
nuestro pasado un acto comparable con el de ese día, porque
nunca ha mostrado España tan fuerte emoción civil y entusiasta
convicción, ni ha revelado con tanto vigor la digna firmeza
que es capaz de desplegar en la defensa de sus ideales
políticos. La votación de las capitales españolas y
principales núcleos urbanos ha tenido el valor de un
plebiscito, desfavorable a la monarquía y favorable a la
República, y ha alcanzado a su vez las dimensiones de un
veredicto de culpabilidad contra el titular del poder».
Como puede apreciarse, dos retóricas bien distintas: la del
monarca, proclamando una renuncia, no una abdicación, para
dejar intactos sus derechos, y la del Gobierno provisional,
elevando a la categoría de plebiscito unas elecciones
municipales, de las que ni monárquicos ni republicanos
esperaban gran cosa, y menos que pudieran producir un
cambio de régimen tan repentino y pacífico. Un cambio que se
debía más al hundimiento de una monarquía desacreditada, que
ya no convencía ni a los propios monárquicos, que al triunfo
de la idea de República, todavía difusa. Relata Josep Plá, a
veces con tintes rocambolescos, cómo se materializó el cambio
de poder. Y cómo el régimen republicano fue tomando forma y
encarnándose en los despachos y en la calle.
A las tres de la tarde del día 14 abril, ante las
incertidumbres e indecisiones en los círculos del poder,
Miguel Maura, uno de los promotores del Pacto de San
Sebastián, en un rasgo de osadía, se dirigió en automóvil al
Ministerio de la Gobernación.
Le acompañaba un asustado Manuel Azaña, que temía que les
ametrallaran: «Pronto saldremos de dudas», le respondía
Maura. Al llegar al despacho del subsecretario, Maura anuncia
con vez enérgica. «Soy el ministro de la Gobernación. Deseo
que se ausente usted en el acto», a lo que aquél respondió con
un protocolario: «Me doy por enterado». Maura habló después
por teléfono, uno por uno, con todos los gobernadores
instándoles a que entregaran inmediatamente el poder al
presidente de la Audiencia. Hacia las seis y media, la
República quedaba oficialmente instaurada en toda España.
En las horas siguientes, la noticia se celebró con
multitudinarias y festivas manifestaciones en las principales
poblaciones españolas.
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PRENSA 2006
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