EDITORIAL PRENSA ASTURIANA Director: Isidoro Nicieza


Martes 11 de Abril de 2006

Apuntes Republicanos (II)

FRANCISCO PALACIOS
Los quince meses que transcurrieron entre el final de la dictadura de Primo de Rivera y la proclamación de la II República fue una etapa realmente vertiginosa. Uno de esos períodos históricos en los que la sucesión de «cronologías calientes» predecía un indefectible cambio de régimen. Todo anunciaba el final de una etapa y el alumbramiento de nuevos tiempos. La monarquía estaba desacreditada y los viejos partidos monárquicos rotos y desprestigiados, mientras que los grupos no monárquicos (fundamentalmente republicanos, socialistas, nacionalistas) se habían venido organizando y fortaleciendo desde años antes la dictadura primorriverista.

En tales circunstancias, los gobiernos de transición presididos por el general Dámaso Berenguer y el almirante Juan Bautista Aznar fueron incapaces de encauzar, sin apenas apoyos, una situación endiabladamente compleja y difícil.

En las elecciones municipales celebradas el 12 de abril de 1931 los republicanos vencieron en la gran parte de las capitales de provincia y en núcleos urbanos importantes, aunque la mayoría de concejales correspondía a las candidaturas monárquicas (en este aspecto las cifras son muy dispares y difíciles de precisar).

Conocido el resultado de las elecciones, las instituciones tienen dos opciones inmediatas y urgentísimas. Las dos desesperadas. La primera es la resistencia, para lo que habría sido necesario constituir un ministerio de fuerza en defensa del orden monárquico. Era la postura de algunos conservadores, como Juan de la Cierva: «Hay que resistir con el Ejército». La otra alternativa era la negociación. A tal fin, el conde de Romanones, todavía ministro de Estado, en nombre del rey, se reunió con el presidente del comité revolucionario, Niceto Alcalá Zamora, para que éste garantizara la salida pacifica de la familia real.

En cualquier caso, el propio Gobierno nada había hecho para defender la continuidad de la monarquía. Como ejemplo de ese derrotismo, el presidente del Gobierno, el almirante Juan Bautista Aznar, declaraba a los periodistas: «España se ha acostado monárquica y se ha levantado republicana». Desde las filas republicanas, Alejandro Lerroux manifestaba que la «monarquía se hundió sola, no la derribó nadie. Lo que hicimos los republicanos fue poner en su lugar, ya vacío, la República». Casi al mismo tiempo se hicieron públicos dos comunicados de signo opuesto. Los protagonistas eran arrastrados definitivamente por los acontecimientos en aquella hora crucial para el inmediato futuro político de España. Alfonso XIII anuncia al país que «las elecciones celebradas el domingo me revelan claramente que no tengo el amor de mi pueblo

»Soy el rey de todos los españoles y también un español. Hallaría medios sobrados para mantener mis regias prerrogativas, en eficaz forcejeo con quienes las combaten.

»Pero, resueltamente, quiero apartarme de cuanto sea lanzar a un compatriota contra otro en fratricida guerra civil. No renuncio a ninguno de mis derechos porque más que míos, son depósito acumulado por la Historia.Mientras habla la nación española suspendo deliberadamente el ejercicio del poder real y me aparto de España, reconociéndola así como única señora de sus destinos».

En la tarde del 14 de abril de 1931, Alfonso XIII salía en automóvil para Cartagena, donde embarcó rumbo a Marsella en un buque de guerra. Por su parte, ocho miembros del Gobierno provisional de la República facilitaban a la prensa una nota oficiosa que, entre otras cosas, decía que «los representantes de las fuerzas republicanas y socialistas, coaligadas en una acción conjunta, sienten la ineludible necesidad de dirigirse a España para subrayar ante ella la trascendencia histórica de la jornada del domingo 12 de abril. Jamás se ha dado en nuestro pasado un acto comparable con el de ese día, porque nunca ha mostrado España tan fuerte emoción civil y entusiasta convicción, ni ha revelado con tanto vigor la digna firmeza que es capaz de desplegar en la defensa de sus ideales políticos. La votación de las capitales españolas y principales núcleos urbanos ha tenido el valor de un plebiscito, desfavorable a la monarquía y favorable a la República, y ha alcanzado a su vez las dimensiones de un veredicto de culpabilidad contra el titular del poder».
 
Como puede apreciarse, dos retóricas bien distintas: la del monarca, proclamando una renuncia, no una abdicación, para dejar intactos sus derechos, y la del Gobierno provisional, elevando a la categoría de plebiscito unas elecciones municipales, de las que ni monárquicos ni republicanos esperaban gran cosa, y menos que pudieran producir un cambio de régimen tan repentino y pacífico. Un cambio que se debía más al hundimiento de una monarquía desacreditada, que ya no convencía ni a los propios monárquicos, que al triunfo de la idea de República, todavía difusa. Relata Josep Plá, a veces con tintes rocambolescos, cómo se materializó el cambio de poder. Y cómo el régimen republicano fue tomando forma y encarnándose en los despachos y en la calle.

A las tres de la tarde del día 14 abril, ante las incertidumbres e indecisiones en los círculos del poder, Miguel Maura, uno de los promotores del Pacto de San Sebastián, en un rasgo de osadía, se dirigió en automóvil al Ministerio de la Gobernación.

Le acompañaba un asustado Manuel Azaña, que temía que les ametrallaran: «Pronto saldremos de dudas», le respondía Maura. Al llegar al despacho del subsecretario, Maura anuncia con vez enérgica. «Soy el ministro de la Gobernación. Deseo que se ausente usted en el acto», a lo que aquél respondió con un protocolario: «Me doy por enterado». Maura habló después por teléfono, uno por uno, con todos los gobernadores instándoles a que entregaran inmediatamente el poder al presidente de la Audiencia. Hacia las seis y media, la República quedaba oficialmente instaurada en toda España.

En las horas siguientes, la noticia se celebró con multitudinarias y festivas manifestaciones en las principales poblaciones españolas.
 

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