CUENCAS
Cuando la República llegó a las Cuencas |
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La «niña» debería
cumplir ahora 75 años, pero no la dejaron llegar «a
pollero» y, como murió joven, cada uno es libre de
imaginar lo que habría sucedido si hubiese envejecido con
salud. La «niña», como saben, fue la II República,
seguramente la última ocasión histórica en que los
españoles de las cuatro esquinas peninsulares se sintieron
orgullosos de serlo. Verán ustedes a lo largo de esta
semana de aniversario opiniones para todos los gustos, tal
vez también la mía, pero en otro lugar, porque esta página
está dedicada a nuestras historias y eso es lo que voy a
hacer ahora: contarles cómo se vivió el 14 de abril de
1931 en las Cuencas.
Aquí, como en todo el país, la proclamación fue casi una
sorpresa porque el cambio de régimen no salió de un
referéndum sino de la voluntad popular que se manifestó de
repente en unas elecciones municipales, las que se
celebraron aquel soleado 12 de abril de 1931, dando la
victoria en las principales ciudades a las candidaturas
republicano-socialistas.
Asturias fue una de las regiones donde la cosa se vio más
clara: se elegían 1.218 concejales y los censados con
derecho a voto eran algo más de 164.000 varones, ya que
las mujeres aún no podían opinar en las urnas. La
participación en los municipios mineros superó el 80% y el
éxito de la izquierda fue abrumador. Así que cuando se
supo el resultado del recuento, en muchas casas se
empezaron a añadir franjas moradas a las banderas y la
noche del 13 casi no se durmió. Por fin, llegó la tarde
del 14 y con ella las noticias de las capitales y, sobre
todo, de Madrid.
Los langreanos se enteraron por la radio de la Casa del
Pueblo de que en Eibar y otros lugares se estaba
proclamando la República, y pronto formaron una
manifestación de ida y vuelta desde Sama hasta La Felguera,
luego escucharon los parlamentos patrióticos de Lázaro
García, Manuel Álvarez Marina y Julián García Muñiz y la
multitud acabó confluyendo en la plaza del Ayuntamiento,
donde aplaudieron alborozados el vuelo del retrato del rey
lanzado desde el balcón.
Se nombró un brevísimo Comité Revolucionario con los
republicanos Darío Argüelles y José Rodríguez y el
socialista Belarmino Tomás, y por fin se constituyó la
flamante Corporación municipal con treinta miembros, Celso
Fernández García como alcalde y Luis Carbajal en el puesto
de primer teniente de alcalde.
Entre los concejales estaban Enrique Celaya, Juan Castaño
García, José Manuel González, Manuel Peña González, José
Rodríguez, Daniel Gutiérrez, Isidoro Coses Fueyo, el
citado Julián García Muñiz y Mariano Fernández, éste
último, representante de la minoría comunista, se apresuró
a pedir en la primera sesión la expulsión de todas las
órdenes religiosas, la disolución de la Guardia Civil, la
legalidad de su partido y la movilización de las
vanguardias obreras, siendo tranquilizado por los otros
ediles.
Lo que sí se aprobó rápidamente fue la formación de una
comisión para investigar los acuerdos adoptados por los
anteriores ayuntamientos monárquicos que pasaban a peor
vida, la depuración de responsabilidades por lo ocurrido
desde 1923 y la sustitución de nombres en las calles por
una lista que ya se había preparado desde hacía meses para
cuando llegase la ocasión.
También en Mieres, como en toda España, hubo
manifestaciones. Aquí cada partido organizó la suya y sólo
se registró un pequeño incidente: un tiro disparado al
aire ante el convento de los pasionistas, recriminado por
quienes desfilaban en la alegre comitiva y que incluso
detuvieron su marcha unos momentos para tranquilizar a los
frailes; por lo demás, alegría, vivas al nuevo régimen,
canciones (la «Marsellesa» y la «Internacional», ya que
casi nadie conocía el himno de Riego) y el mismo ritual de
tirar por los aires el retrato oficial de Alfonso XIII
arrancado de la pared de la Alcaldía.
Al término del bullicioso desfile popular, los discursos
desde el edificio consistorial corrieron a cargo del
socialista Cándido Barbón -del que muy pocos conocían su
membresía masónica- y del secretario de la sección de
Izquierda Republicana y del Ateneo local, Avelino Martínez
Fernández, precisamente el concejal de la Corporación
republicana que más tardó en fallecer y que en los años
ochenta aún era capaz de contarme estos detalles.
En el Caudal la Corporación quedó constituida por nueve
republicanos de la izquierda, doce socialistas, dos
reformistas, cuatro republicanos conservadores y dos
comunistas de Turón y hasta la llegada del nuevo alcalde
Ramón González Peña, que estaba preso en la cárcel de
Huelva, asumió el mando de forma provisional el socialista
Esteban Martínez, que manifestó la sensación agridulce que
vivía su partido al recordar a su compañero Manuel
Llaneza, que por unos meses no llegó a vivir aquel día.
Algunos de sus amigos más queridos, como José Ramón
Parrado, Dimas Riestra, Bautista Díaz, Emilio Rivas,
Benjamín Cachero o el propio Cándido Barbón estaban entre
los concejales.
No hubo violencia, ni siquiera verbal; ésta fue una de las
escasas ocasiones en que los ateos manifestaron que si
Dios existía, su dedo había tocado aquel día España. Hasta
los anarquistas, muy fuertes en el Nalón, se habían
decidido a ir a votar y ahora esperaban la misma lealtad
de los nuevos gobernantes; así se lo hizo saber a voces un
cenetista que interrumpió en La Felguera el discurso de
Belarmino Tomás.
La jornada siguiente fue fiesta nacional, siguieron las
manifestaciones, los voladores, los pasacalles de las
bandas de música, los retratos de Gabriel Galán y García
Hernández por todas partes, y hasta en el Nalón los más
impacientes se dedicaron ya a reemplazar las placas de las
calles por tablas de madera y carteles con los nombres de
los nuevos tiempos.
No pasó de la anécdota, pero la única discrepancia
organizativa se dio también en el mismo valle: venía
siendo tradicional en el Ayuntamiento que si el Alcalde
era de Sama el primer teniente de alcalde fuese felguerino,
y cuando en la primera reunión se trataba aquella cuestión
alguien cayó en la cuenta de que faltaban ocho elegidos
por aquel distrito que no habían salido de La Felguera. Al
momento se contactó con ellos por teléfono y se supo que
habían tomado la sorprendente decisión de constituirse en
municipio independiente; luego todo fue humo, se solicitó
la mediación de los dirigentes de los partidos y se impuso
el interés general.
Muchos se preguntaban dónde estaban los monárquicos, que
al parecer nunca habían existido. Como sucede en estos
casos, de repente todos se subían al carro de los
vencedores y echaban pestes del rey. Ya ven que la
historia se repite.
Lo que sí se dieron fueron actitudes de desconfianza, como
la del temeroso maestro de la escuela de Vegadotos,
negándose a descolgar el retrato del monarca que presidía
su clase ante la inseguridad de lo que aún podría suceder,
pero pronto llegó la normalidad y después de dos días de
celebraciones las Cuencas retornaron al trabajo y los
ayuntamientos empezaron a funcionar.
En Mieres se sacó a subasta el proyecto de la traída y del
macelo municipal, se crearon varios ateneos y centros
escolares y el orfeón volvió a cantar; también en Langreo
se potenció la cultura y se abordó el problema del agua,
pero en este caso ocasionando un serio conflicto con
Laviana, que reclamaba la propiedad del manantial de El
Reigosu, fundamental para su abastecimiento.
Un enfrentamiento doméstico y que podía solucionarse
dialogando. Desgraciadamente, a los pocos meses iban a
llegar otros desafíos de mayor envergadura y algunos
empezaban a tener claro que para resolverlos la única
dialéctica que iban a usar iba a ser la de las pistolas.
Entretanto, el rey marchaba a la frontera y una estrofa
del poeta Luis de Tapia que resumía aquel momento empezaba
a hacerse popular:
¡Ya es triste cruzar la España
cuando es flor todo el país!...
¡Cuando en fecundos olores
florecen todas las flores
menos las flores de lis! |
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PRENSA 2006
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