JOSEP PLA
Cinco de la tarde
Me encuentro a esa hora a la puerta de la Peña, el gran club
aristocrático y acomodado de Madrid, que tiene tanto renombre. En
el club hay sala de juego, restaurante, biblioteca y tertulia de
personas que, poco o mucho, tienen peso. Por sus alrededores,
siempre se veían toreros, algunos muy afamados, banderilleros,
monosabios y toda clase de personas ligadas con la llamada fiesta
nacional. En aquel momento, los porteros y empleados de la casa
conversan primero con unas mujeres de aspecto suburbial
ligeramente desgarrado y después les hacen unas reverencias
magníficas, señoriales. En Madrid, siempre ha habido criadas de
primera categoría. Poco después, se iza en el mástil de la Peña la
bandera republicana. Todo ha durado un instante.
Pienso en ello. Tiene, a mi modesto entender, una cierta
profundidad. Una Monarquía -que según he oído en el café duraba
quince siglos- ha caído como un peso muerto, que se desploma,
minada por todas partes, por la altura y por la base. No ha
resistido nada, y en ese sentido la cosa es sensacional.
Madrid, que ha tenido durante tantos siglos como única razón de
existir, como quien dice, la Monarquía, ha visto el hundimiento de
las instituciones, la desaparición de sus símbolos, con la alegría
del pueblo desbordada y con la indiferencia casi absoluta de las
clases altas, y no digamos los funcionarios. Ni la aristocracia
-que lo debe todo a la Monarquía- ni el Ejército, que sirvió
tantas veces de justificación a las instituciones reales, ni las
familias, ligadas, por tantas razones, al Estado, han dado, en la
práctica, señales de vida. Los círculos aristocráticos eran una
especie de bastiones monárquicos. En esos círculos se ha dado como
un campeonato para ver cuál izaba antes la bandera republicana.
Ese hundimiento general ha sido, a mi entender, lo que más ha
impresionado al observador objetivo, que encuentra, sin pensarlo a
veces, el dramatismo profundo de las cosas y ha de hundirse, por
poco pertrechado que vaya de lecturas históricas (como es mi
caso), en el fondo amargo que tienen los fenómenos de la
existencia humana. La frivolidad de Madrid -que en las clases
altas está tan copiada de la de París-, la insondabilidad de esta
ciudad, tan pobre y mísera, el cretinismo de las clases que han
tenido como única razón de existir el carnaval de la Monarquía, ha
sido un fenómeno realmente extraordinario.
Seis de la tarde
Trato de llegar al domicilio de don Miguel Maura, pero cuando
llego a la puerta los porteros me cortan el paso. De todos los
elementos del Gobierno republicano (pacto de San Sebastián) el que
me parece destinado a actuar de una manera más eficaz es el señor
Maura. Es un hombre muy bien vestido (americana cruzada que
contrasta con la descuidada vestimenta de los otros elementos del
Gobierno provisional), muy bien peinado, pero de una mentalidad
extremadamente alocada. Por la calle de Alcalá veo pasar a Maura
en un taxi que se abría paso con dificultad entre la gente,
acompañado de don Manuel Azaña. A ambos los conozco personalmente;
a Azaña, de un café literario o de otros lugares, de los
frecuentados por don Ramón del Valle-Inclán y su cuñado Rivas
Cherif, que era un muchacho tan agitado que siempre me parecía que
bailaba. A don Miguel le conocí en alguna casa de la sociedad -tal
vez en la casa del financiero Bamberg, presentado por Vidal i
Guardiola, que sabía alemán y tenía amistad con los Bamberg.
Así, abriéndome paso entre la multitud, no tuve más remedio que
dirigirme a la Puerta del Sol y llegar al gran portalón del
Ministerio de la Gobernación, del que Maura se acababa de
apoderar. Los porteros me cierran el paso al Ministerio, como es
natural. Por tanto, espero un largo rato, en medio de un gentío
vociferante, esperando que salga alguien que me cuente lo que ha
pasado. La espera fue positiva y en un momento determinado veo que
sale el señor Ayuso, de Soria, político, hombre pequeño y agudo,
que me da una versión de lo que acaba de ocurrir.
A las tres de la tarde -me dijo el señor Ayuso- nos encontrábamos
en el domicilio del señor Maura diversos amigos y un miembro del
Gobierno provisional: don Manuel Azaña. Maura telefoneó a toda
partes: a Palacio, a Gobernación, al domicilio del doctor Marañón,
donde se estaba celebrando la negociación Romanones-Alcalá Zamora
que aseguró la salida pacífica de la familia real. No obtuvo, en
ningún caso, ninguna respuesta clara. Comenzó a impacientarse. A
las tres y media volvió a telefonear. Ninguna respuesta. A las
cuatro, ansioso, enervado, volvió a insistir. El mismo resultado.
A las cuatro y media, a las cinco, a las cinco y media; aún no
sabía si estaba abierto el paso a la República. Al fin, cansado de
abrocharse y desabrocharse la americana, con los ojos enrojecidos
fuera de las órbitas, Maura dijo:
-Ha llegado la hora de echarse a la calle. Vámonos, Azaña...
En la calle cogieron un taxi y Maura ordenó contundente:
-¡A Gobernación!
Azaña le miró espantado. A medida que el taxi se iba acercando al
centro de Madrid, la inquietud de Azaña iba creciendo. Al fin,
dijo:
-¡Pero, Maura, es usted un insensato! Nos van a ametrallar. Nos
acribillarán a balazos. Esto es una locura...
-No se preocupe -dijo Maura, impávido, pero internamente
enloquecido. -Pronto habremos salido de dudas.
-Pero Maura...
-Si nos ametrallan, nos ametrallan...
Llegaron, en eso, a la Puerta del Sol. Cuando, entre la multitud,
se reconoció a Maura, se le ovacionó. Ante el portal del
Ministerio bajaron del coche. La gente les abrió paso. Ante la
puerta pidieron entrar. Apareció en el portal un oficial de la
Guardia Civil.
-¿Desean los señores...? -preguntó.
-Somos el Gobierno Provisional de la República -contestó Maura,
rígido, estirado.
El oficial dio un grito y la guardia formó. El primer paso estaba
dado. Azaña, pálido como un muerto, se secó la frente sudada.
Maura subió los escalones de la escalera del primer piso, de tres
en tres. Llegaron así a la puerta del despacho del subsecretario.
Maura se lanzó sobre la manilla de la cerradura. Entró, así, en el
despacho como una exhalación y se encontró ante don Mariano
Marfil, que conocía muy bien, porque había trabajado mucho con su
padre, don Antonio Maura. Don Miguel exclama con voz enérgica:
-¡Señor subsecretario! Soy el ministro de la Gobernación del
Gobierno Provisional de la República. Deseo que se ausente usted
en el acto.
Marfil, pálido como un personaje del Greco, se pasó la mano por la
barba y dijo, con una voz neutra:
-Me doy por enterado...
Marfil salió por una puerta excusada.
Maura pasó en seguida al despacho del ministro y cogió el
teléfono, exaltado, mientras Azaña, sentado enfrente, se iba
tranquilizando a ojos vistas.
-¿Es usted el gobernador de Sevilla? -dice Maura. -Aquí, el
ministro de la Gobernación de la República.
-¿Qué? ¿Cómo dice usted? -responde el gobernador de Sevilla.
-Aquí, Miguel Maura, ministro de la Gobernación de la República,
de la Re-pú-bli-ca. ¿Me oye usted? Entregue usted el mando al
presidente de la Audiencia en el acto...
-Bien, señor ministro... -dice la voz de Sevilla, temblorosa y,
tal vez, indignada.
Maura habló así, uno tras otro, con todos los gobernadores de la
Península. A las seis y media de la tarde, el régimen republicano
estuvo instaurado oficialmente en toda España. A medida que Maura
iba telefoneando, don Manuel Azaña iba sosegándose y terminó en un
estado de fatiga tranquilizada.
-Las ventanas exteriores del Ministerio -me dice el señor Ayuso-
estaban cerradas, pero hasta el despacho del ministro llegaban los
gritos de la multitud, que llenaba, literalmente, la Puerta del
Sol y las calles adyacentes. El espectáculo era literalmente
impresionante, y, como en Madrid se cena tan tarde, el espectáculo
se alargó. Los estallidos del espectáculo de masas fueron variados
y apasionados.
Prensa 2006
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