EDITORIAL PRENSA ASTURIANA Director: Isidoro Nicieza


Viernes 14 de Abril de 2006

SOCIEDAD Y CULTURA
Así llegó el nuevo régimen

JOSEP PLA

Cinco de la tarde

Me encuentro a esa hora a la puerta de la Peña, el gran club aristocrático y acomodado de Madrid, que tiene tanto renombre. En el club hay sala de juego, restaurante, biblioteca y tertulia de personas que, poco o mucho, tienen peso. Por sus alrededores, siempre se veían toreros, algunos muy afamados, banderilleros, monosabios y toda clase de personas ligadas con la llamada fiesta nacional. En aquel momento, los porteros y empleados de la casa conversan primero con unas mujeres de aspecto suburbial ligeramente desgarrado y después les hacen unas reverencias magníficas, señoriales. En Madrid, siempre ha habido criadas de primera categoría. Poco después, se iza en el mástil de la Peña la bandera republicana. Todo ha durado un instante.

Pienso en ello. Tiene, a mi modesto entender, una cierta profundidad. Una Monarquía -que según he oído en el café duraba quince siglos- ha caído como un peso muerto, que se desploma, minada por todas partes, por la altura y por la base. No ha resistido nada, y en ese sentido la cosa es sensacional.

Madrid, que ha tenido durante tantos siglos como única razón de existir, como quien dice, la Monarquía, ha visto el hundimiento de las instituciones, la desaparición de sus símbolos, con la alegría del pueblo desbordada y con la indiferencia casi absoluta de las clases altas, y no digamos los funcionarios. Ni la aristocracia -que lo debe todo a la Monarquía- ni el Ejército, que sirvió tantas veces de justificación a las instituciones reales, ni las familias, ligadas, por tantas razones, al Estado, han dado, en la práctica, señales de vida. Los círculos aristocráticos eran una especie de bastiones monárquicos. En esos círculos se ha dado como un campeonato para ver cuál izaba antes la bandera republicana. Ese hundimiento general ha sido, a mi entender, lo que más ha impresionado al observador objetivo, que encuentra, sin pensarlo a veces, el dramatismo profundo de las cosas y ha de hundirse, por poco pertrechado que vaya de lecturas históricas (como es mi caso), en el fondo amargo que tienen los fenómenos de la existencia humana. La frivolidad de Madrid -que en las clases altas está tan copiada de la de París-, la insondabilidad de esta ciudad, tan pobre y mísera, el cretinismo de las clases que han tenido como única razón de existir el carnaval de la Monarquía, ha sido un fenómeno realmente extraordinario.


Seis de la tarde

Trato de llegar al domicilio de don Miguel Maura, pero cuando llego a la puerta los porteros me cortan el paso. De todos los elementos del Gobierno republicano (pacto de San Sebastián) el que me parece destinado a actuar de una manera más eficaz es el señor Maura. Es un hombre muy bien vestido (americana cruzada que contrasta con la descuidada vestimenta de los otros elementos del Gobierno provisional), muy bien peinado, pero de una mentalidad extremadamente alocada. Por la calle de Alcalá veo pasar a Maura en un taxi que se abría paso con dificultad entre la gente, acompañado de don Manuel Azaña. A ambos los conozco personalmente; a Azaña, de un café literario o de otros lugares, de los frecuentados por don Ramón del Valle-Inclán y su cuñado Rivas Cherif, que era un muchacho tan agitado que siempre me parecía que bailaba. A don Miguel le conocí en alguna casa de la sociedad -tal vez en la casa del financiero Bamberg, presentado por Vidal i Guardiola, que sabía alemán y tenía amistad con los Bamberg.

Así, abriéndome paso entre la multitud, no tuve más remedio que dirigirme a la Puerta del Sol y llegar al gran portalón del Ministerio de la Gobernación, del que Maura se acababa de apoderar. Los porteros me cierran el paso al Ministerio, como es natural. Por tanto, espero un largo rato, en medio de un gentío vociferante, esperando que salga alguien que me cuente lo que ha pasado. La espera fue positiva y en un momento determinado veo que sale el señor Ayuso, de Soria, político, hombre pequeño y agudo, que me da una versión de lo que acaba de ocurrir.

A las tres de la tarde -me dijo el señor Ayuso- nos encontrábamos en el domicilio del señor Maura diversos amigos y un miembro del Gobierno provisional: don Manuel Azaña. Maura telefoneó a toda partes: a Palacio, a Gobernación, al domicilio del doctor Marañón, donde se estaba celebrando la negociación Romanones-Alcalá Zamora que aseguró la salida pacífica de la familia real. No obtuvo, en ningún caso, ninguna respuesta clara. Comenzó a impacientarse. A las tres y media volvió a telefonear. Ninguna respuesta. A las cuatro, ansioso, enervado, volvió a insistir. El mismo resultado. A las cuatro y media, a las cinco, a las cinco y media; aún no sabía si estaba abierto el paso a la República. Al fin, cansado de abrocharse y desabrocharse la americana, con los ojos enrojecidos fuera de las órbitas, Maura dijo:

-Ha llegado la hora de echarse a la calle. Vámonos, Azaña...
En la calle cogieron un taxi y Maura ordenó contundente:
-¡A Gobernación!

Azaña le miró espantado. A medida que el taxi se iba acercando al centro de Madrid, la inquietud de Azaña iba creciendo. Al fin, dijo:

-¡Pero, Maura, es usted un insensato! Nos van a ametrallar. Nos acribillarán a balazos. Esto es una locura...
-No se preocupe -dijo Maura, impávido, pero internamente enloquecido. -Pronto habremos salido de dudas.
-Pero Maura...
-Si nos ametrallan, nos ametrallan...

Llegaron, en eso, a la Puerta del Sol. Cuando, entre la multitud, se reconoció a Maura, se le ovacionó. Ante el portal del Ministerio bajaron del coche. La gente les abrió paso. Ante la puerta pidieron entrar. Apareció en el portal un oficial de la Guardia Civil.

-¿Desean los señores...? -preguntó.
-Somos el Gobierno Provisional de la República -contestó Maura, rígido, estirado.
El oficial dio un grito y la guardia formó. El primer paso estaba dado. Azaña, pálido como un muerto, se secó la frente sudada.

Maura subió los escalones de la escalera del primer piso, de tres en tres. Llegaron así a la puerta del despacho del subsecretario. Maura se lanzó sobre la manilla de la cerradura. Entró, así, en el despacho como una exhalación y se encontró ante don Mariano Marfil, que conocía muy bien, porque había trabajado mucho con su padre, don Antonio Maura. Don Miguel exclama con voz enérgica:

-¡Señor subsecretario! Soy el ministro de la Gobernación del Gobierno Provisional de la República. Deseo que se ausente usted en el acto.
Marfil, pálido como un personaje del Greco, se pasó la mano por la barba y dijo, con una voz neutra:
-Me doy por enterado...
Marfil salió por una puerta excusada.

Maura pasó en seguida al despacho del ministro y cogió el teléfono, exaltado, mientras Azaña, sentado enfrente, se iba tranquilizando a ojos vistas.

-¿Es usted el gobernador de Sevilla? -dice Maura. -Aquí, el ministro de la Gobernación de la República.
-¿Qué? ¿Cómo dice usted? -responde el gobernador de Sevilla.
-Aquí, Miguel Maura, ministro de la Gobernación de la República, de la Re-pú-bli-ca. ¿Me oye usted? Entregue usted el mando al presidente de la Audiencia en el acto...
-Bien, señor ministro... -dice la voz de Sevilla, temblorosa y, tal vez, indignada.

Maura habló así, uno tras otro, con todos los gobernadores de la Península. A las seis y media de la tarde, el régimen republicano estuvo instaurado oficialmente en toda España. A medida que Maura iba telefoneando, don Manuel Azaña iba sosegándose y terminó en un estado de fatiga tranquilizada.

-Las ventanas exteriores del Ministerio -me dice el señor Ayuso- estaban cerradas, pero hasta el despacho del ministro llegaban los gritos de la multitud, que llenaba, literalmente, la Puerta del Sol y las calles adyacentes. El espectáculo era literalmente impresionante, y, como en Madrid se cena tan tarde, el espectáculo se alargó. Los estallidos del espectáculo de masas fueron variados y apasionados.

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