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Mariano Rodríguez Fueyo,
en su casa de La Felguera. |
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El langreano recibió siete disparos tras
ser ajusticiado junto a otros cuatro milicianos, pero salvó la
vida al quedar protegido bajo los cadáveres de sus compañeros
Si hubieran nacido unas décadas más
tarde, la juventud de Mariano Rodríguez y Marino Fernández habría
sido algo más apacible. Sin haber cumplido los 20 años, a estos
dos langreanos les tocó lidiar con trincheras, fusiles y bombas de
mano. En 1936, la guerra estaba al lado de casa y no había manera
de sortearla. Fernández pudo librar la contienda civil sin salir
herido, pero Mariano Rodríguez, conocido con el sobrenombre de «el
fusiláu», no lo tuvo tan fácil. Este ex trabajador de Duro
Felguera fue ajusticiado junto a otros cuatro milicianos en Soto
de Luiña. La fortuna quiso que cayera bajo los cadáveres de sus
compañeros y que los siete disparos que recibió se alojasen en sus
piernas y en su cadera. «Tuve mucha suerte», resume sin alterarse.
Langreo,
Miguel Á. GUTIÉRREZ
«Tuve mucha suerte. Cuando empezaron a dispararnos estaba
convencido de que no saldría vivo de aquella casa». El
protagonista de tan estremecedor relato -un jubilado casi
nonagenario natural de La Felguera- se llama Mariano Rodríguez
Fueyo. Sin embargo, para sus amistades y para los habitantes de
Soto de Luiña, en Cudillero, siempre será «el fusiláu». Rodríguez
salvó la vida por puro azar, tras ser ajusticiado junto a otros
cuatro milicianos por tropas nacionales, en agosto de 1936.
Protegido bajo los cadáveres de sus compañeros y con siete balas
en el cuerpo, este langreano permaneció inmóvil hasta que sus
captores, creyéndole muerto, abandonaron el lugar de la ejecución.
«No hay que darle vueltas. Fue cuestión de suerte», insiste «el
fusiláu».
A Mariano Rodríguez, el levantamiento militar de julio le había
sorprendido en su casa de La Felguera. Sólo cinco meses antes, se
había alistado en la Marina para servir en el «Almirante
Antequera». La estancia a bordo del destructor no se prolongó
demasiado. «Dos o tres días antes del golpe, nos dieron permiso a
los marineros asturianos. Imagino que los mandos ya estaban al
corriente de lo que iba a pasar y querían librarse de nosotros»,
rememora.
Con 19 años recién cumplidos, este langreano no tuvo dudas sobre
lo que debía hacer. «Me puse al lado de la República, que era la
bandera que había jurado defender», explica. Rodríguez, marinero
en tierra, se recicló como miliciano y fue destinado al frente
occidental, para frenar el avance de las columnas gallegas que
trataban de levantar el cerco a Oviedo.
Había pasado poco más de un mes y las escaramuzas de hostigamiento
por parte de los dos bandos se sucedían sin pausa. En uno de esos
enfrentamientos, Rodríguez y otros cuatro milicianos fueron
acorralados en una casa por una treintena de soldados nacionales,
que les forzaron a rendirse.
Rendición Desde la casa, les condujeron a un chigre de aldea
en San Cosme, cerca de Soto de Luiña. Era mediodía de un 31 de
agosto de 1936. «Los cinco estábamos en círculo, unidos con
cuerdas a la altura de los codos; también nos maniataron. Al
principio, no pensé ni remotamente que nos fueran a ejecutar
porque en nuestro bando también se habían hecho prisioneros y
nunca les pasó nada», relata Mariano Rodríguez. La situación
cambió súbitamente con la llegada de un oficial, que decretó un
apresurado fusilamiento ante la presión del contraataque
republicano. A partir de ahí, los recuerdos se tornan acelerados y
confusos. Una orden seca, algunos gritos y una lluvia de disparos
materializaron aquella ejecución improvisada.
Rodríguez recibió siete tiros. Dos de fusil y cinco de pistola,
según atestiguan la propia víctima y las huellas de las heridas
que, setenta años después, aún recorren sus piernas y su cadera.
«Caí bajo mis compañeros y sólo me dieron del tronco para abajo,
la parte que había quedado desprotegida. Los otros cuatro
milicianos fusilados conmigo murieron; yo estaba convencido de que
tampoco saldría vivo de allí».
Con siete balas en el cuerpo, desangrándose y casi sin poder
respirar bajo el peso de sus compañeros, Rodríguez mantuvo la
suficiente presencia de ánimo para quedarse inmóvil y hacerse el
muerto. Poco después, los soldados nacionales se fueron,
convencidos de que no había quedado nadie con vida. El miliciano
langreano permaneció quieto un tiempo después de haber dejado de
escuchar voces. A continuación, empezó a hacer esfuerzos para
librarse de sus ataduras.
Combates intensos
Tras soltarse, Rodríguez aún tuvo que permanecer casi diez horas
en la casa, exhausto, debido a la gran cantidad de sangre perdida:
«Aquella casa era de ésas con la puerta partida y sólo había
quedado abierta la parte de abajo. Desde allí veía los combates
que se estaban librando fuera, así que no me decidía a salir». Los
vecinos tampoco se atrevían a socorrerle. Bien entrada la noche,
Rodríguez pudo abandonar su cautiverio y ganar las líneas
republicanas gracias a la ayuda de los milicianos, que habían
reconquistado el pueblo.
Después de pasar cinco meses hospitalizado reponiéndose de sus
heridas, Rodríguez fue reclutado por Higinio Carrocera (también
convaleciente) para ser enlace de su brigada. Ocupó ese puesto
hasta que se desmoronó el frente asturiano, en octubre de 1937.
Rodríguez pudo embarcar en el vapor «Llodio» con Carrocera para
huir al exilio, pero su experiencia naval se lo desaconsejó.
«Tenían muy pocas posibilidades de escapar porque el "Almirante
Cervera" y otros navíos de guerra estaban al acecho, así que no me
embarqué. No lo veía nada claro», explica Rodríguez. Su intuición
no le falló. Horas después, el «Llodio» era apresado en el mar.
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