CULTURA
La guerra psicológica civil
Javier Cuervo
Balas de papel cuenta la guerra psicológica civil española, y lo
hace de una forma interesante para lectores curiosos sin especialización y
útil para historiadores de otras parcelas de este episodio histórico de
inagotable bibliografía.
Subtitulado «Anecdotario de propaganda subversiva en la guerra civil
española», está sembrado de materiales documentales que entrelaza con breves
comentarios de estilo garboso. Se echa de menos un relato más trabado y
concluyente, pero se aprecia el derroche de muestras documentales y la
sistematización que ha hecho José Manuel Grandela Durán, reflejada en
el índice.
El libro, historia de octavillas y censura, de prensa de trincheras y de
periódicos reducidos, de megáfonos y bocinas, de quintacolumnistas y de
perros, de jotas a capella y de charlas de Queipo de Llano, está lleno de
sugerencias, entre ellas, una indagación sistemática de los artistas y
autores que participaron en el aparato de propaganda de cada bando.
También desde su perspectiva traslada ese patetismo raro de una guerra civil
que fue cruel cada uno de sus mil días pero no cada uno de sus minutos. Lo
que conocemos como la guerra de Gila, vaya. El capítulo dedicado al
bombardeo de pan envuelto en propaganda por los llamados nacionales en las
resistentes y hambrientas ciudades republicanas es difícil de leer sin
acabar reflexionando sobre lo menos favorecedor de la condición humana en
situaciones extremas. (Combatiente en la 29.ª brigada mixta en la sierra de
Guadarrama pregunta: «¿Es peligroso comer las ratas que se puedan cazar?».
Contestación: «Peligrosísimo. Las ratas son vehículos de gran número de
enfermedades contagiosas»).
Lo anecdótico que es categórico no excluye tampoco de conclusiones como que
el Ejército sublevado se comportó como un Ejército también en la unificación
de la propaganda, mientras que los leales a la República tuvieron que pactar
su pluralismo cuando hacían falta mensajes sencillos y únicos y que su
aparato de propaganda acabó manejado por los más eficaces comunistas.
También da la sensación de que mientras la República supo ver en seguida el
valor de las «balas de papel», los facciosos fueron aprendiendo con el paso
de la guerra, al tiempo que conseguían más recursos para desmoralizar al
enemigo.
Conviene recordar que por parte «nacional», Franco nombró máximo responsable
del aparato de propaganda a Millán Astray, que tuvo de segundo de a bordo a
Ernesto Giménez Caballero, y que de aquello nació Radio Nacional de España,
que aún nos sirve, pero todo, eso acaso por más estudiado, no ocupa la mayor
parte del libro.
Es más rico cuando cuenta cómo en las penurias del frente se quería hacer de
tener tabaco o papel de liar un incentivo para cambiarse de bando, que se
unía a las promesas de perdón. («MILICIANO: si quieres fumar, en la
verdadera España tienes abundante tabaco. Pásate a nuestras filas»). También
el respeto al combatiente individual del otro bando que trabajaron en sus
mensajes una y otra parte para atraerse la voluntad del enemigo. En la
guerra que fue ensayo de guerras y contó con ayuda internacional se
estrenaron tecnologías y técnicas de persuasión, batallas del éter radiando
las de balas, y se decidió que las propuestas fueran solemnes y las
respuestas, irónicas. Las cantidades de propaganda, los medios y tácticas
utilizados dan idea de la importancia de la guerra que se disputó -también-
con balas de papel, a la que Grandela ha dedicado este muestrario.
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