Resulta realmente
sorprendente que a estas alturas de la historia algunos
autores pretendan sostener que la derecha española -la derecha
reaccionaria y ultramontana, se entiende- fue una víctima
propiciatoria de la II República, que los conservadores
aceptaron el nuevo régimen de buena fe, que no hicieron nada
contra él, que no conspiraron desde el primer día y que si se
sublevaron el 18 de julio fue debido a la actitud agresiva de
la izquierda, y que lo hicieron poco menos que obligados por
las circunstancias, y debido a una cuestión de supervivencia.
La realidad de los datos y de los hechos muestra que lo
ocurrido fue mucho más complejo. La izquierda pudo cometer
errores o establecer tácticas equivocadas, pero el
planteamiento básico del régimen era el correcto. Se trataba
de construir una democracia moderna. Sólo que tal supuesto se
enfrentaba con unas estructuras sociales y un panorama
internacional nada favorables.
La clave la dejó planteada el profesor González Cuevas cuando
escribió que «la II República nació indudablemente escorada
hacia la izquierda. Y, en este sentido, el nuevo régimen
supuso el más serio intento de transformación de la sociedad y
del Estado españoles propiciado hasta entonces en nuestro
país. La II República sentó los principios de igualdad ante la
ley, unidad jurisdiccional, secularización, derechos
individuales, prioridad dada a la cultura y a las reformas
sociales, etcétera».
La aplicación de estos principios encontró la resistencia
cerrada de los sectores más retardatarios de las derechas
conservadoras. La monarquía simbolizaba para ellos un concepto
jerárquico de la sociedad, con la educación controlada por la
Iglesia y un orden social estático, asegurado contra cualquier
posibilidad de cambio. La marcha del rey y la irrupción de la
opinión pública como protagonista principal de la escena
política destruían las bases de su universo ideológico
reaccionario. Para la plutocracia de la época la perspectiva
republicana no podía ser. El pueblo no tenía derecho a ser
protagonista. Sólo ellos, la minoría «selecta», tenían derecho
a usufructuar y disfrutar el poder.
La oposición de las derechas al nuevo régimen se articuló bajo
dos formas. La primera, la de los seguidores más radicales de
Alfonso XIII y los carlistas. Se apoyaba en la idea de un
golpe de Estado violento que derribase al nuevo régimen. La
segunda, la de la Asociación Católica Nacional de
Propagandistas, ACNP, una entidad de élite dentro de la
Iglesia, asesorada por los jesuitas, que, aceptando
aparentemente la vía electoral, crea la CEDA, un partido que
defendía el corporativismo de signo fascista, con la intención
de destruir la República desde dentro, por medio de la reforma
constitucional. Esta táctica legalista, legalista sólo en
apariencia, no estuvo ausente de varios intentos de golpe de
Estado de la mano de Gil Robles.
La oposición de la derecha monárquica al nuevo régimen se
debió no sólo a su oscurantismo ideológico, a su rechazo de la
democracia, sino a que la base estructural del poder de la
derecha económica, que es en suma la que va a financiar a la
CEDA, Renovación Española, y a la Comunión Tradicionalista,
era semifeudal, estaba basada en el latifundismo agrario, en
la gran propiedad urbana, en un capitalismo industrial
arcaico, que chocaba frontalmente con las perspectivas
modernizadoras del régimen republicano.
La aristocracia, en 1931, todavía conservaba un gran poder en
el campo. Los nobles, que eran los grandes latifundistas,
rechazaban el mundo moderno y, por supuesto, una reforma
agraria que les desposeyera de sus tierras, incluso con
indemnización.
La II República fue el resultado de la alianza de los grupos
sociales más dinámicos: la burguesía liberal, la clase media
democrática, los trabajadores... En fin, el embrión de un país
moderno que va a chocar con las viejas estructuras, y una
situación internacional poco propicia. Luis María Anson ha
escrito que la conspiración para derribar al régimen
republicano se centra en dos nombres: Eugenio Vegas Latapié y
Pedro Saiz Rodríguez. Anson trata de negar que Vegas Latapié
fuera de «extrema derecha», pero casi inmediatamente tiene que
reconocer que «Vegas consideraba que en el relativismo
filosófico establecido por la Revolución Francesa se habían
originado los males de Occidente. Estaba en contra de todo lo
que, a su juicio, produjo 1789. Por eso rechazaba el
liberalismo y la democracia...».
Luis María Anson, cuyo monarquismo no ofrece duda, ha escrito
que desde el 15 de abril de 1931, exactamente un día después
de proclamada la República, «en plena euforia republicana,
Vegas empezó a conspirar para derribar el nuevo régimen a la
vez con las ideas y, también, con la espada». Anson añade que
Vegas repetía una tremenda frase como favorita: «Según la ley,
todas las cosas se purifican con sangre, y sin derramamiento
de sangre no se hace remisión». Por su parte, Guillermo
Cabanellas, socialista de izquierdas, ha escrito que los
primeros contactos para derribar al recién aflorado régimen
republicano se realizan en Madrid a comienzos de mayo de 1931
y «tienen por escenario el palacio del marqués de Quintanar,
en la plaza de Santa Bárbara. Concurren a la reunión los
generales Orgaz y Ponte, algunos jefes y oficiales monárquicos
y varios civiles, entre los cuales se encuentran el conde de
Vallellano y el representante de Juan March: Juan Pujol. El ex
rey Alfonso se niega a apoyar la actuación de los
conspiradores; con ello termina esta primera intentona». Pero
lo que sí se sabe es que don Alfonso aplaudió, poco después,
la posibilidad de provocar un golpe de Estado. La sombra de
Juan March en esta primera conspiración fallida es importante,
pues era un hombre de Inglaterra que va a seguir conspirando
activamente contra el régimen republicano a lo largo de los
siguientes años, sin reparar en ningún tipo de medios.
Estos hechos ahora narrados sólo fueron el preludio de un
intenso proceso de desestabilización que culminó el 18 de
julio, con el alzamiento que inició la guerra civil, que
duraría hasta el primero de abril de 1939.
Aquilino González Neira, articulista, estudioso de la
masonería y la guerra civil.
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